Barrett Puig se murió hace como dos semanas. En todos estos días me estuvo dando vueltas por la cabeza la idea de escribir algo sobre él. Pero sucede que los homenajes póstumos siempre me resultaron poco creíbles y bastante al pedo. (También sucede que últimamente estoy muy boludo para escribir).

A Barrett lo tuve como profesor en el primer año de facultad. Me enseñó muchas de las básicas del periodismo, antes de que yo empezara a entender de qué va realmente esta profesión.
Hasta hoy sigo creyendo que es uno de los profesores que más cosas me dejó. Y además era un gran tipo Barrett.

El mío fue uno de los primeros apellidos de mi generación que recordó y la mía fue una de las primeras caras que registró. Pasé su curso con la mejor nota. El último día de clases habló un buen rato y dijo que ojalá algún día se encontrara con alguno de nosotros en los pasillos de una redacción, una radio o un canal. Aunque nunca lo hubiera imaginado, años después pasó. Lo veía caminando, como siempre con el freno de mano puesto, y dudaba. No se acordaría de mí, pensé. Y nunca lo paré, nunca le dije quién era, nunca le agradecí ni le di un abrazo.

Hace dos semanas se murió. No voy a mentir: no lloré, no fui al entierro, no me desvelé, no sufrí. Pero sé que, por más mínima que sea, ahora tengo una deuda que nunca voy a poder saldar.